Mi amistad con Luis Miquilena no sólo es antigua sino que está marcada con tinta indeleble. Con la tinta, si se quiere, de esas experiencias que dejan profundas huellas, como sería la de compartir el vejamen y el atropello, la fuerza bruta y la iniquidad. Nos conocimos en el momento en que un espía de la dictadura de Pérez Jiménez nos esposaba, el antebrazo del uno con el del otro, y así esposados de la cárcel nos llevaron a un avión, y en el avión la otra esposa a un brazo del asiento porque probablemente los espías pensaron que éramos capaces de lanzarnos al espacio. Él ya era una leyenda, y a mí más o menos debutante inexperto no dejaba de darme (en medio de las incomodidades), un cierto aire de importancia el estar esposado con quien considerábamos «una fiera», y a quien los epígonos de la dictadura temían. Cuando entramos a la cárcel de Ciudad Bolívar vimos que en el primer patio no era grama ni hierba lo que había, sino un matorral alto y selvático, y entonces le dije: «Nos jodimos, Luis», y así fue, jodidos, y la palabra resultó pobre. Compartimos larga cárcel junto al gran río indiferente, en un calabozo estrecho, yo casi tres años, él mucho más, hasta que cayó la dictadura. Yo fui expulsado del país, lo cual era una gran fortuna entre tanto infortunio. Dicen que los hombres se conocen en la cárcel como en ninguna otra ocasión, y debe ser cierto, porque no cabe duda de que en ninguna otra parte se pone a prueba su temple, su talante, su resistencia y su capacidad de comprensión. De ahí la tinta indeleble que marca la amistad que me une a Luis Miquilena. Una amistad a prueba de tolerancia y de respeto, del reconocimiento de que pensar distinto en muchas ocasiones o de tener ideologías diferentes, ideas discrepantes, puede ser más bien un vínculo que una ruptura. Estábamos secuestrados por la misma causa. Él podía tener una visión de Venezuela distinta a la mía. Pero quizás puestas o vistas en la distancia probablemente podrían encontrarse. Combatíamos por la democracia, en primer lugar, y por la libertad. Por eso conspirábamos contra una dictadura que no ofrecía otra opción que la conspiración, fueran cuáles pudieran ser nuestras miserables posibilidades. Nunca nos detuvimos a medir la capacidad de nuestros molinos de viento. Simplemente estábamos persuadidos de que conspirar no era sólo una posibilidad sino una obligación. Nunca se rompió esa amistad. Lo vi y lo respeté con igual afecto cuando surgió en la escena como figura de primer orden. Con todas las discrepancias que se pudieran tener, discrepancias o aprensiones, yo abrigaba la certidumbre de que LuisMiquilena era una garantía de que el proceso revolucionario en el cual actuaba no atentaría contra los principios fundamentales por los cuales hemos combatido, combatimos y combatiremos los hombres libres. A los 88 años de edad, de los cuales 11 pasó en cárceles políticas, como él mismo lo recordó, Luis acaba de dirigirse a los venezolanos con palabras que no ocultan el dramatismo ni la agonía venezolana que lo han movido a regresar de su retiro. Son campanazos para que los que tenemos la posibilidad de pensar pensemos, para que los que tenemos la posibilidad de actuar, actuemos, y para que los que tengamos la posibilidad de decir, digamos. No es una llamada a la rebelión, ni como en otros tiempos, el intento de una conspiración. Es la voz del ciudadano que siente que estamos siendo reducidos a la mínima expresión como seres humanos, que nuestros derechos políticos están siendo negados, y en vías de desaparecer. Que un sistema autocrático y opresivo, es la opción que se nos presenta como precio de una revolución que ha de libertarnos, convirtiendo a Venezuela en el país del futuro, o sea, del «socialismo del siglo XXI». Luis Miquilena nos ha advertido que estamos perdiendo a Venezuela como país de hombres libres. Que estamos en vísperas de que en nuestro país se establezca un régimen autocrático y absolutista, de pensamiento único, de partido único, de jefe único. Si estuviéramos más jóvenes, quizás él y yo sabríamos mejor lo que tendríamos que hacer. Ahora recuerdo las largas noches de la cárcel junto al río. Las conversaciones gratas con un hombre culto, su sentido del humor en medio de las adversidades. Sus carcajadas. La vida se empeñó en que siempre alumbrara en nosotros el sol de la libertad. Quede para los pobres de espíritu y para los menguados, el récipe de totalitarismo que pretenden administrarnos como si fueran los «santos óleos».

Simón Alberto Consalvi